Acoger, una forma gratuita de confiar y amar
En cualquier situación humana nos reencontramos constantemente con personas conocidas y amigos y amigas de siempre. Con todo, hay alguien que llama a la puerta o ronda por los alrededores de la parroquia. Quizás lo hace por primera vez. Quién sabe por qué, pero están: unos padres, unos abuelos, una madre o un padre inmigrante, un pobre o un sin techo, un parado, un joven, unos niños… Nos encontramos ante ocasiones frecuentes que nos brindan la posibilidad de ser acogedores y ejercer la auténtica caridad hacia nuestros hermanos de cualquier raza, condición social, situación económica o política.
¿Quién está a la puerta y llama a gritos o en silencio? ¿Quién de nosotros está atento e intuye estas nuevas voces que se oyen y estas presencias que se acercan, y nos brindan la posibilidad de la aproximación? Hay una aproximación obligada a los de siempre. Con estos, resulta fácil de entender que esta es nuestra situación permanente, pero puede pasar que nos cueste aceptar que «la parroquia es la Iglesia entre las casas», una Iglesia que adquiere tonos y rostro de vecindad. La casa tiene una enorme importancia para que la acogida sea un hecho de normalidad, una cosa cotidiana. Acogiendo la Palabra de Dios, vemos que Abraham, Marta y María acogen en su casa.
La acogida ya es una forma gratuita de amar, porque supone dar el primer paso incluso sin esperar necesariamente que el otro lo dé. Ya el hecho de que alguien se acerque quiere decir que ha dado este paso y necesita ser correspondido. ¿Qué planteamiento de acogida tenemos en nuestras familias? ¿Y en nuestras parroquias y comunidades? ¿Somos de los que acogen o todavía somos de los que necesitan ser acogidos? ¿Qué sensibilidad manifestamos y cuánto tiempo le dedicamos? Seguro que se nos presentan innumerables ocasiones y hay que responder a ellas contando con la más completa variedad de matices.
La acogida es también un acto de confianza que puede generar credibilidad en aquellos que son recibidos con amabilidad. La Palabra de Dios nos presenta el valor de la acogida. Una acogida que sobresale por su calidad y exquisitez, llena de detalles humanos y de profundidad religiosa. Pensemos en los jóvenes: nos dan muchas oportunidades de abrirnos a realidades nuevas a partir de las que será más fácil el diálogo entre generaciones. Y pensemos también en los enfermos: porque son la parte más necesitada de compañía, de afecto, de empatía, de solidaridad, y constituyen el referente que nos hace salir de nosotros mismos para acoger una de las preferencias más notables de Jesús.
La acogida tiene otra dimensión que nos lanza «hacia fuera», a relacionarnos con las personas allí donde se encuentran, donde trabajan y viven, también con los recién llegados, los migrantes. La acogida tendrá otros tonos de presencia y la actitud será más misionera, sin quitar aquella cualidad fundamental en toda clase de acogida. Acoger, en esta situación, es hoy, para todo cristiano que quiere ser testigo de Jesucristo, una forma peculiar de «ser» en el mundo tal como lo hacía Jesús, tratando a toda clase de personas y colaborando con todos, descubriendo en cada uno su cercanía o lejanía del Reino de Dios. Tengo que preguntarme: de todas las posibilidades a partir de tantas situaciones humanas que existen, ¿al lado de qué persona o grupo de personas me siento llamado a trabajar, haciendo de ello un gesto continuado de acogida al estilo de Jesús?