En una ocasión que bien recuerdo, en una de las celebraciones en una iglesia, viví de cerca como un determinado personaje no quería ocupar el lugar que se le había asignado, que por protocolo le correspondía, sino que exigía estar en la segunda fila, justo detrás de la primera autoridad que presidía el grupo, sencillamente porque quería salir en la foto. Cuando hay muchos que viven obsesionados por la escalada sin medida, no caben en ellos las posiciones humildes, todo tiene que ser extraordinario, arrogante, superlativo, impactante, y debe formar parte de la preocupación por vivir de la «figura» que siempre espera el aplauso. Este es un mal que padecemos todos, heridos por el orgullo, nos cuesta dar otro tono, un tono más humilde, a nuestra actividad humana. Ser el primero, ganarlo todo a cualquier precio, arrinconar todo lo que impide nuestro «ascenso», suele ser de forma engañosa la afirmación que realmente promete.

Pensemos, por ejemplo, en el ridículo que podemos llegar a hacer, como insinúa Jesús en el evangelio, cuando pretendemos lo más alto del escalafón y acaparar los primeros lugares en todo. ¡Qué lejos del Evangelio! Porque, según él, la verdad siempre estará de parte de los humildes. Esta es la conclusión en boca de Jesús: «Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14,11). Es en las relaciones humanas cotidianas donde realmente se cocinan las intenciones más espontáneas del corazón.  La dignidad de la persona necesita del reconocimiento del otro y del respeto que merece, reconocimiento y respeto que son actitudes interiores que emergen de la caridad. Por ello el esfuerzo por la propia renovación interior es tan importante. Esta renovación interior del espíritu cristiano debe preceder al compromiso por mejorar la sociedad según el Evangelio, reforzando la justicia y la caridad sociales. Cuando se vive con este espíritu renovado, es impensable la ambición, el dominio de unos sobre otros, el orgullo que desplaza al otro.

Aún más, nunca insistiremos lo suficiente en la necesidad de una conversión constante, ante la cual y para llevarla a cabo, la Palabra de Dios nos exhorta de nuevo con claridad. La respuesta solo la podrá dar un corazón humilde, convertido al Señor y abierto con sencillez a los demás. Fijémonos bien en esta exhortación que nos viene de la Palabra de Dios: «Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad, y te querrá más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios. Dios, que es grande, revela sus secretos a los humildes» (Sir 3,17-19).

Fijémonos, por ejemplo, en María, la madre de Jesús, ya que ha sido su humildad la que ha hecho posible que Dios realizase en ella maravillas y que todos pudiésemos reconocer de parte de quién se pone Dios, y con quién cuenta a la hora de realizar sus planes. Por ello, Jesús, cuando se encuentra en casa de uno de los principales fariseos para comer, ha de llamar la atención a los que escogen los primeros lugares; eso explica cómo se posiciona a favor de la humildad. Los seguidores de Jesús somos los primeros que debemos hacerle caso cuando nos dice: «Entre vosotros no debe ser así: quien quiera ser importante, ha de ser vuestro servidor, y quien quiera ser el primero, ha de ser el servidor de todos, como el Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate de todos los hombres» (Mc 10,43-45).