Comieron todos y aún sobró
Hoy no es del todo así, sobra mucho, pero no todos pueden comer. Vemos que en nuestro mundo globalizado, los problemas reales adquieren tal magnitud que uno tiene la impresión de no poder hacer nada para solucionarlos. Esto sucede precisamente cuando somos testigos del sufrimiento de muchas personas que padecen los efectos directos de una crisis económica que tiene su origen en otra crisis aún más profunda: la ausencia de auténticos valores humanos y espirituales, valores que deben convertirse en gestos de humanidad. Hay que añadir la falta de reconocimiento de los derechos humanos más elementales, entre los cuales se encuentra algo tan básico como disponer del alimento necesario para vivir. Hay lugares donde hoy el drama de la guerra impide que la población inocente pueda acceder a los víveres, y eso que los tienen a toneladas a las puertas.
La celebración del Corpus Christi, la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo vivida en el misterio de la Eucaristía, nuestro alimento por excelencia, nos lleva a poner la mirada sobre esta realidad de desigualdad y sufrimiento de la misma manera que el Señor se fijó en aquella multitud hambrienta que lo seguía. Desde una mirada de amor, vemos a aquellos que son su representación, su imagen más viva, aquellos que debemos acoger y atender. «El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero también lo es para toda la comunidad eclesial. También la Iglesia, como comunidad, debe poner en práctica el amor» (Deus caritas est, 20).
Descubrir la dimensión social de la Eucaristía como sacramento del Amor nos lleva a entender mejor su exigencia, e incluso a ir más allá de ella, ya que «en la comunión eucarística está incluido el ser amados y el amor a los demás. Una Eucaristía que no compromete a un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. El amor puede ser mandado porque antes ha sido dado» (íd., 14). Esta donación nos la explica san Pablo cuando dice a la comunidad de Corinto que «la tradición que viene del Señor», cuyo contenido es el anuncio de su presencia real en medio de ellos. Al comer el pan y beber del cáliz, proclamamos la entrega que ha hecho Jesús de su vida por amor a todos y, al mismo tiempo, nos es alimento y fuerza para nosotros, cristianos. Así lo decía el papa Francisco: «la Eucaristía, aunque constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (EG 47).
Fijémonos en la multiplicación de los panes y los peces, es significativo el comentario del Evangelio cuando dice que «todos comieron cuanto quisieron y recogieron doce canastos con las sobras». Este resultado no es solo un gesto de desprendimiento al entregar lo que tenían, sino la fuerza del amor misericordioso de Dios manifestado en Jesús, quien accede a la petición de los discípulos y, al mismo tiempo, les encarga la responsabilidad del reparto y los implica en una nueva actitud de servicio. Jesús realiza el milagro, pero quiere que nosotros colaboremos con su acción transformadora. Aquí tenemos un llamamiento de su parte hacia nuestro quehacer cotidiano, y al mismo tiempo hacia una dimensión más global de nuestro compromiso solidario. No podemos eludir nuestro compromiso personal dentro de esta responsabilidad colectiva. El trabajo eclesial de nuestras Cáritas diocesana y parroquial nos da cada día la oportunidad de hacerlo. ¡Comprometámonos!