28º DOMINGO ORDINARIO (B)
“¿Qué haré para heredar la vida eterna?...
Vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres”.
Sobre la radicalidad de Dios
Este evangelio se recibe con cierta incomodidad en nuestros tiempos de rebajas. Acostumbrados a cortarse cada uno su traje según la medida de sus conveniencias, más o menos explícitas, más o menos conscientes, también a Dios a veces intentamos medirle idolátricamente, o sea, a nuestra imagen y semejanza. El verdadero motivo está en el desconocimiento que a veces de tenemos de la belleza. Cuando nuestros ojos no tuvieron el placer de contemplar el sol naciente sobre el mar, no tenemos idea del origen de la luz. Cuando la mirada de un niño no se topó con la propia, o cuando sólo le atendimos por su graciosa respuesta, desconocemos porqué aman infinitamente las madres.
También de Dios sufrimos ignorancia culpable, porque al menos deberíamos sospechar de su belleza, a pesar de tantas deformaciones recibidas de sus falsos testigos.
Puesta esta salvedad, la radicalidad de Dios es pura lógica. ¿A quién se le ocurre contener el mar en un vaso? Reducido Dios a nuestra pequeñez, sufrimos la tentación de utilizarlo sólo al servicio de nuestros intereses, por eso le consideramos enemigo cuando se opone a nuestra comodidad o parece exigirnos algún contratiempo.
Con Dios sólo podemos establecer contacto desde lo absoluto. De este tema habló así Jesús: “Quien ame a su padre o a su madre más que a mi, no es digno de mi; quien ame a su hijo o a su hija más que a mi, no es digno de mi”. Mateo 10, 37. “Todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos a campos por mi y por la buena noticia ha de recibir en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, con persecuciones, y en el mundo futuro, vida eterna”. Marcos 10,30. Los dos extremos son verdaderos, la entrega total es tan lógica como la alegre y exagerada sorpresa posterior.
Las actuales rebajas, que son propias de los que no conocen el amanecer de Dios sobre el mar de nuestra realidad, son fruto del esfuerzo, a veces sincero, por seguir a Jesús, pero que, al no correr tras “el olor de sus perfumes”, como dice la novia del Cantar 1,3, tienen que forzar el rigor del voluntarismo con la promesa de un premio. Es el mismo recurso que usamos para hacer comer a un niño desganado. Faltan testigos de Dios. Éstos son el regalo del Espíritu santo a su Iglesia y al mundo, ya que su favor no se encierra sólo en las fronteras de lo católico.
“Jesús se le quedó mirando y le mostró su amor diciéndole: -Una cosa te falta: ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza; y anda, ven y sígueme”. Marcos 10,21. (Traducción de J. Mateos). Es como decir: Dios será tu riqueza. ¿Podemos aspirar a riqueza más alta que el mismo Dios? Que si no nos lo hubiese propuesto Jesús, no habríamos sido capaces ni de sospechar un trueque tan ventajoso.
Desde que el bautismo no es una conversión a Jesús para vivir según su Buena Noticia, la radicalidad en su seguimiento se ha ido reservando para una élite, no como la exigencia normal y alegre de todo cristiano. La vida cristiana ha admitido rebajas, incluso algunas que son verdadera traición al Maestro.
Si nos fijamos en el texto, Jesús plantea su radicalidad a un joven de la calle, no a los teólogos del templo o a los levitas, cuya única preparación es el deseo de “alcanzar la vida eterna”. ¿Cabe en un cristiano una aspiración más lógica y más fundamental que “alcanzar la vida eterna”? La respuesta de Jesús, pues, va dirigida a todos y cada uno de los creyentes en él.
Llorenç Tous