I DIUMENGE DE QUARESMA
“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”.
El ambiente que nos rodea día a día tiende a desplazar a Dios, como si pudiésemos vivir perfectamente sin contar con él. Para muchos de los que aparentemente le buscan en alguna circunstancia, no es más que una rutina sociológica que no afecta a la vida de la persona; otras veces es una búsqueda puntual o interesada.
También los que frecuentamos el culto cristiano corremos el peligro de quedarnos a mitad de camino, como si asistiendo a la liturgia ya hubiésemos alcanzado la cercanía de Dios. Para encontrarnos con Jesús resucitado, nuestro camino hacia el Padre, hemos de subir más arriba y más adentro de nuestro corazón.
La fe y la conversión al Señor y a su Evangelio son los medios por los que desde la liturgia o la oración, trascendemos nuestro día a día y nos acercamos, aunque de lejos, a la presencia salvadora de Dios.
Necesitamos participar en las celebraciones de la comunidad cristiana, pero diciendo con “un corazón contrito y humillado:-Yo busco tu rostro, Señor, no me ocultes tu rostro”. Salmo 27, 8-9.
Adorar a Dios nos dignifica porque es el mejor uso que podemos hacer de nuestra libertad. Supone una gozosa rendición ante su bondad que ya hemos experimentado personalmente; es la gratitud que sentimos al vernos abrumados por la grandeza de su amor. A su lado crecen todos los valores positivos como la bondad, la justicia, la alegría y el perdón.
Adorar a Dios es dejar que ocupe el centro del corazón y de la vida. El culto a la Virgen María o a los santos, por importante que sea para la fe de un cristiano, queda en segundo lugar y sólo vale en cuanto nos conduce al amor de su Hijo o a la imitación de sus seguidores.
Cuando la adoración de Dios está en el centro de nuestra fe, aceptamos sin esfuerzo la realidad tantas veces misteriosa y difícil porque confiamos en Dios Padre. Jesucristo desde su cruz y su resurrección nos acompaña y da sentido hasta al misterio que tantas veces se deja sentir en la vida de cada persona.
“Como nosotros, ha sido probado en todo excepto el pecado”. Hebreos 4, 15.
Las tentaciones de Jesús las escuchamos en el evangelio de hoy según la versión de Lucas, pero ¿cómo son las nuestras?
Ante tanta crisis, con tanto sufrimiento para tantísimos, es propio de todo hombre bien nacido, apuntarse a la práctica de la solidaridad. Toda comunidad cristiana que se precie de serlo, se organizará inteligentemente aprovechando y buscando todos los recursos posibles. Tenemos ante nosotros un campo inmenso que nos exige a todos el compromiso sincero y práctico con ideas y obras.
La tentación está en creer que este compromiso es suficiente. El largo tiempo que estuvo Jesús en el desierto, ayunando, orando en soledad, es un mensaje indispensable y más aún en estos tiempos de increencia. Como hacía él en sus noches de oración en un lugar solitario, fuera de la aldea, necesitamos como nunca seguir hacia más allá del compromiso serio y práctico. Necesitamos no sólo darnos a los demás, sobre todo si sufren, sino darnos a Dios desde lo profundo del corazón. Adorar a Dios, postrados confiadamente ante su misteriosa bondad, es una necesidad absoluta si queremos armonizarnos interiormente y experimentar su presencia salvadora.
Necesitamos urgentemente profetas cuyo mensaje con palabras, escritos o reacciones, nos descubran el maravilloso mundo divino que se encierra en toda realidad para el que tiene fe. No faltan libros, quedan aún testigos de solidaridad y servicios, hasta aparecen sabios, deberían ser más los profetas con los labios quemados por el Espíritu, como Isaías, en cuya vida podamos alimentar la esperanza y la fe en el Señor resucitado. La Cuaresma que hemos empezado nos acerca por medio de ellos al que es la Palabra, a Jesús.
Llorenç Tous