19º DOMINGO ORDINARIO (C)
“Salió sin saber a dónde iba“
Esta frase que parece la descripción de un nómada más o menos despistado, o bien la de un borracho cuando deja su taberna, resulta ser muy adecuada para describir la fe.
Porque creer es escuchar una llamada y ponerse en camino en tales condiciones que todo lo que se diga de la aparente improvisación, no bastará para definir el proceso. Sus comienzos tienen mucho de sorpresa, de dudas y resistencias, hasta de rupturas, de riesgos y audacias que bien podrían atribuirse a una aparente insensatez.
Abraham es el personaje clásico en el que se realizan todos los rasgos propios de la vida de un creyente. El primero es la sorpresa o mejor dicho, la gratuidad, porque la iniciativa siempre la tiene Dios. Del cielo le llega una voz desconocida con una propuesta aparentemente gloriosa pero de la cual no tiene seguridad ni prueba alguna.
¿Quién le hubiera pronosticado a Abraham que a su edad, tan avanzada, todavía le quedase lo más importante por vivir? Si de él hubiese dependido, se habría imaginado jamás que era la persona escogida para iniciar la salvación universal?
Abraham se fio de la palabra de Dios y creyó. Creer para él fue fiarse, cambiar totalmente de vida y comenzar a buscar otro horizonte, otro paradigma vital en el que desarrollar el proyecto que Dios le ponía delante.
No sabemos qué admirar más, si la generosa y amorosa cercanía de Dios o la confianza y entrega total del anciano. Dios pensaba en Abraham y en toda la historia de la humanidad; Abraham envolvía en su decisión a toda su familia y su hacienda.
Si el comienzo fue arriesgado, los pasos siguientes todavía se complicaron más, porque Dios no daba pruebas de su palabra, más bien surgían nuevas dificultades para que llegase su cumplimiento; es más, estas dificultades procedían del mismo Dios, como si se empeñase en burlarse del anciano Abraham.
Así es el proceso de la fe: desestabiliza todo lo anterior y provoca un cambio difícil que afecta a todas las seguridades de antes. La intemperie, la soledad, la noche interior y exterior, algún peligro o desvío, nuevos problemas y dificultades son compañeros de ruta en el proceso de la fe. También la pobreza más que material sirve de purificación de las falsas seguridades y se transforma en una escuela ideal para aprender a orar en el vacío circundante.
Pero también hay que decir que las noches en el desierto son claras, pobladas de silencios y de luces maravillosas y fieles. Gracias a ellas se olvidan los ruidos de la ciudad que impedían escuchar la voz propia y la de la tierra.
Siempre aparece algún animal o planta que sirve de compañía y descanso. Ellos representan las incontables sorpresas con las que Alguien va jalonando misteriosamente el crecimiento personal y la proximidad de la Plenitud. Ha de pasar un tiempo para que se vaya borrando la inercia de los hábitos anteriores, cuando todavía no habíamos oído ni secundado la Voz; este tiempo muerto es muy importante, aunque parezca inútil, ya que sólo pretende alejar más y más del mundo en el que esta Voz no había pronunciado palabra alguna y se vivía en la orfandad real, aunque tapada discretamente con muchos andamios.
La fe crece por las pruebas: “Con fe murieron todos éstos, sin haber recibido la tierra prometida“ (2ª lectura). Por la fe se cambia la vida y su sentido porque nos acerca a Dios y nos le muestra, ya que no tenemos otro acceso a Él mientras peregrinamos por este mundo.
La perseverancia en este proceso de la fe sólo se explica por la confianza. “Por esa causa padezco estas cosas, pero no me siento fracasado, pues sé de quién me he fiado” 2 Tm 1, 12. La confianza es fundamental en la vida humana, sin ella no hay amor, ni amistad, ni familia, ni empresas nobles. Todos la practicamos al menos con unas pocas personas que sentimos muy cercanas, no obstante sus limitaciones y fallos. En buena lógica, si nos fiamos de los humanos, ¿ no nos fiaremos de Dios?
El padre de los creyentes es ciertamente Abraham, como dice San Pablo. “No vaciló su fe, aun considerando su cuerpo decrépito ‑era un centenario- y el seno decrépito de Sara. No dudó con desconfianza de la promesa de Dios, sino que robustecido por la fe, glorificó a Dios, convencido de que podía cumplir lo prometido” Rm 4, 20-22.
“Corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús”. Hbr 12, 2. Este texto nos sugiere la fe de Jesús de Nazaret cuando, muriendo en la cruz, se mantiene fiel tanto al Padre como a la causa de su Reino, por más que su Padre se mantenía callado y como consintiendo que toda la obra de su enviado acabase en fracaso total. Esta muerte nos muestra la fe de Jesús, “el que inició y consumó la fe”. Cuando el Padre le glorificó resucitándole de entre los muertos, amaneció la vida nueva que el Resucitado quiere contagiar a todos los que creemos en Él.
Esta novedad también va surgiendo en el proceso de la fe a medida que vamos dando serios pasos de conversión, movidos por la Palabra que de mil maneras resuena en las circunstancias personales de cada uno cuando escuchamos de verdad lo que ocurre día a día.
Cuando secundamos esta Voz se producen también gratas sorpresas que alimentan nuestra esperanza y estimulan el compromiso emprendido que a veces se hace difícil. Estos regalos del cielo a todo creyente abundan en el proceso de la fe. Preguntémoslo a Abraham cuando el ángel detiene su obediencia martirial y le evita sacrificar lo más sagrado, su hijo. Jesús nos hablará de su gozo cuando “disfrutaba esperando ver mi día : lo vio y se alegró” Jn 8, 56.
Hay que destacar estas grandes compensaciones que la fe nos proporciona en medio de las tribulaciones y dudas de toda vida humana. Envueltas muchas veces en misteriosas circunstancias o en contradicciones en las que parece imposible que se mueva la presencia de Dios, regalan al peregrino de la fe tanto gozo, tanta luz y tanta seguridad que compensan con creces las dificultades pasadas. Al final el creyente exclama: vale la pena haber creído; doy gracias a Dios. “¡Señor mío y Dios mío!“.
Llorenç Tous