II DOMINGO DE PASCUA (A)
Mientras todavía peregrinamos por este mundo, nunca podremos conocer con exactitud qué le pasó a Jesús el día de Pascua, a no ser por los efectos que mediante la fe nos han venido a toda la humanidad. Efectos que en su Madre y en los primeros discípulos tuvieron lugar de un modo singular y programático. Este misterio supera nuestra capacidad, sólo en el cielo podremos contemplarlo y gozarlo en su plenitud.
No obstante, aun así es casi infinita la luz y la fuerza que de este misterio nos llega ya ahora, durante la vida mortal. Meditando los efectos que los evangelios nos describen, al presentarnos los distintos encuentros de Jesús Resucitado con los suyos, y viendo la transformación que su nueva presencia ha producido en la historia y está causando en nosotros, podemos proclamar quela luz y la fuerza del misterio pascual no tienen límite.
María debió ser privilegiada por su Hijo resucitado, pues vemos que se siente heredera de la misión de su Hijo. Jesús se lo dijo claramente desde la cruz y ella después, por inspiración de Dios, convocó a todos los discípulos en oración, para asimilar entre todos la experiencia que cada uno había tenido del Resucitado. El Espíritu santo hizo el resto, prodigando sus dones sobre todos.
En este proceso de fe en la resurrección de Jesús, lo primero es la sorpresa, los discípulos quedaron sin palabras, pero llenos de ”alegría al ver al Señor”. También, para los grandes gozos necesitamos una preparación. La reacción de Tomás fue lógica: “No lo creo”. Muchos de nosotros hubiéramos dicho lo mismo. El Maestro, experto pedagogo, le dio tiempo para que, en contacto con los demás discípulos, pudiese constatar el cambio obrado en ellos y comenzase a aceptar la nueva realidad.
Cuando le llegó la hora, Tomás confesó y le adoró exclamando avergonzado: “Señor mío y Dios mío”. Estas palabras expresan nuestra meta pascual, la que resume el encuentro con Jesús resucitado, que es el fruto maduro de la Pascua.
“Los que crean sin haber visto”, somos nosotros. Aunque, a decir verdad, la fe nos abre los ojos y “vemos”. La visión de los ojos no es la más importante, hay otra manera de percibir la verdad que san Pablo pide para nosotros con estas palabras: ”el Padre… tenga iluminados los ojos de vuestra alma” .Efesios 1. 18. Se trata de un don del Espíritu santo.
Un catecismo publicado en Cornabous en 1737 habla de una aparición de Jesús resucitado a José de Arimatea. La piedad y la fe nos ayudan a acercarnos al misterio por ahora, hasta que en el cielo podamos contemplar cara a cara al Señor.
Hay que haber levantado una persona inválida para experimentar lo que pesa un cuerpo que ha perdido la movilidad. José de Arimatea con Nicodemo habían cumplido el angustioso y difícil trabajo de arrancar los clavos de la cruz. Sus manos se llenaron de la sangre del Crucificado. Bajarlo entre los dos hasta su Madre, fue otro trabajo complicado para que no se les cayese. Ni se les ocurrió ni hubiesen podido lavarse.
Una vez sepultado Jesús, cuando finalmente pudieron descansar, en su mente seguía grabada la estampa del bajar a Jesús de la cruz entre los dos. Sus ojos le vieron de cerca, sus brazos le sostuvieron con fuerza y compasión. Nunca se les borraría su imagen del “varón de dolores… traspasado… triturado… “ Isaías 53, 3. 10.
Ya en su casa, José tuvo que limpiar sus manos y brazos y cambiarse de túnica. Santo Tomás de Aquino, contemplando el misterio de la eucaristía, escribió que” basta una gota de esta sangre para salvar el mundo entero”. José de Arimatea tenía sus manos y sus vestidos impregnados de la sangre de Jesús. Su interior estaba lleno de compasión por el Hijo y por su Madre.
Después que el Señor resucitado estuvo con su Madre, también se dejó ver de este fiel y valiente discípulo José de Arimatea.
Desde el día de Pascua cada encuentro con el Señor es una experiencia nueva, imprevisible, que llena y transforma la vida. Es la máxima cercanía de Dios que podemos recibir más allá de todo merecimiento, necesidad o petición. Jesús tenía una deuda con su amigo José, que no pudo cumplir en el Calvario. Le visitaba ahora con toda la riqueza de su amor glorificado. José quedó lleno del Espíritu santo y pudo contemplar la gloria del Señor. Cómo quedó su persona y qué testimonio dio de ello en su vida posterior es un secreto que tenemos derecho a imaginar. ¿Podremos nosotros algún día recibir este gran regalo?
Llorenç Tous