2º DOMINGO DE PASCUA (B)
“¡Señor mío y Dios mío!”
Celebrar la Pascua es asomarse al sepulcro donde enterraron a Jesús y sorprenderse al verle destapado y vacío. Este hecho nos remite a una nueva identidad del mismo Jesús, la que formularon así los primeros testigos: “¡Jesús vive!”. Este grito era la consecuencia de la admiración rendida que Tomás finalmente formuló así: “¡Señor mío y Dios mío!”.
“¡Jesús vive!” Esta afirmación corrió de boca en boca en Jerusalén poco después de su muerte en el Calvario en tiempos de Poncio Pilato. No era fácil creer una noticia tan nueva y única. La mayoría de los que la escucharon se mostraron incrédulos, pero ante la rotundidad y convicción con que lo repetían y sobre todo ante el cambio que dio la vida de todos aquellos testigos, comenzaron algunos a dudarlo, otros a investigarlo y algunos lo creyeron. Los que lo creyeron se sintieron profundamente salvados, cambiados, iluminados y colmados de gozo. Un nuevo sentido de su vida se produjo en todos. Una alegría contagiosa comenzó en Jerusalén, ha recorrido la historia y llega a nuestros días.
“¡Jesús vive!” Dejémonos sorprender. Si aceptamos con fe la noticia que la Iglesia hoy proclama, podemos iniciar una nueva relación con Él. Como la fe suele tener la duda a su lado, nuestra voluntad permanecerá fiel si sabemos alimentar esta fe inicial. La eucaristía es el alimento del peregrino, del discípulo y del profeta. En ella nos reunimos los débiles con los fuertes y los mortales con los bienaventurados.
La resurrección de Jesús nos descubre cómo es Dios y para qué nos ha regalado la vida. Su sentido es para siempre, sin que la muerte corte o interrumpa este gran don. El mal no tendrá nunca la última palabra, se ha visto en la glorificación de Jesús, tan injustamente crucificado.
Llorenç Tous