La violencia también hiere los bienes que hemos de compartir

Noticia reciente de estos días: más de dos mil millones de personas no disponen de un elemento tan necesario como es el agua. Y muchos millones que disponen de ella a medias por la carestía y la contaminación. «¡No llueve!» Es la frase más que oída últimamente en algunos lugares de nuestra geografía, mientras los acuíferos van disminuyendo y la reserva de agua escasea y, en algunos lugares, aumenta su salinización. Con mucha razón, el papa Francisco justo al inicio de su carta encíclica Alabado seas (Laudato si’) dice que «la violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura» (n.2). Es solo un ejemplo de muchos otros aspectos.

Siguiendo con el testimonio de vida de los primeros cristianos, reflejo práctico de lo que la Palabra de Dios indica y sugiere, vemos la necesidad de crecer en conciencia colectiva y sentirnos más corresponsables en cuanto a compartir los bienes elementales con aquel desprendimiento y generosidad que Jesús siempre muestra para que seamos más solidarios los unos de los otros en lo que nos afecta a todos y son bienes que necesariamente hemos de compartir. Por ello, nos vienen como anillo al dedo estas palabras de san Agustín: «El cristiano que da un trozo de pan al que pasa hambre, realiza una obra de misericordia; pero el que la hace innecesaria, y suprime las causas que dan origen a la injusticia, lucha de manera mucho más eficaz por el triunfo pascual».

La Pascua de Jesús, superación definitiva de las pobrezas y las injusticias más radicales, nos hace caer en la cuenta de que la fe cristiana no puede ser jamás el descanso ficticio de los que viven tranquilos sin amor, al margen de los problemas que la humanidad vive cada día y la gente sufre. Todo lo contrario: la fe cristiana ha de ser el fundamento y el motor de nuestra entrega generosa a los demás, siempre con un amor que llega a ser misericordioso. La fe no es opio, ni narcótico, ni un pase para bien morir, sino estímulo y fuerza para hacer de nuestra tierra una tierra de hermanos, mientras peregrinamos hacia la meta definitiva. Sabemos que Jesús nos acompaña y ha dicho que siempre estará con nosotros.

Pascua significa «paso», cambio cualitativo de una situación de precariedad a otra de plenitud. Nos anima mucho escuchar que «cada hijo de Dios es un vencedor del mundo» (cf. 1Jn 5,4-5), cuando sabemos que hemos nacido de Él y que con Cristo Resucitado es posible nacer a la confianza de una nueva primavera para la Iglesia y para la sociedad, precisamente en un momento en el que tenemos verdadera necesidad de transformar nuestra visión de las cosas y trabajar para que cambien a mejor. Lo esperan los más pobres, aquellos a los que les afecta más la falta de recursos y la insolidaridad a la hora de compartir. La auténtica fe en Cristo, el Hijo de Dios, es la que nos abre nuevos horizontes para introducir en lea coordenadas de nuestra historia y en todos los ámbitos de nuestra sociedad los valores del Evangelio. Oremos para que, incluso a los lugares donde hay más violencia, los recursos necesarios para vivir lleguen y se supere la venganza, el odio y muchos intereses económicos que lo impiden. Que el amor llegue al extremo de la misericordia y el perdón.

Sants del dia

06/05/2024Sant Pere Nolasc, sant Lluci Cirineu, sant Marià.

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