El tiempo de Cuaresma es tiempo de revisión, de rehacer estilos de forma de ser y de hacer, tiempos para detectar lo que debería ser y no es, lo que deberíamos hacer y no hacemos. Convertirse es dar la vuelta a lo que somos y hacemos y girarlo todo hacia Dios, que en la persona de Jesús nos ha abierto nuestro corazón para que entremos en el suyo.
El comunicado de la Asamblea Continental del Sínodo celebrada en Praga hace un par de semanas afirma que «queremos seguir caminando en el estilo sinodal: más que una metodología, lo consideramos una manera de vivir de la Iglesia, de discernimiento comunitario y de discernimiento de los signos de los tiempos que impregne todas nuestras estructuras y procedimientos a todos los niveles». La actitud sinodal nos libera de ir cada uno por su lado, de cerrarse a toda propuesta de renovación, de blindarse en grupos autosuficientes que deshacen la comunión y anulan cualquier acción solidaria con el resto de la comunidad.
Es triste que haya quien quiera vivir su fe aislado, sin contar con los demás, pronto o tarde se dará cuenta de que poco a poco la va perdiendo y caerá en la máxima decepción y soledad. Quien lo vive así, verá que de forma lenta va dejando la oración, la participación en los sacramentos de la Eucaristía y del Perdón, hasta rechazar cualquier oferta de participación en espacios de formación y de ayuda en acciones caritativas y sociales conjuntas… Llegará a perder toda relación visible y de corazón con la comunidad cristiana, abandonando la actitud sinodal.
Es una lástima que el don de la fe recibido en el bautismo vaya perdiendo fuerza -y sin casi darse cuenta- a una apostasía silenciosa. Todo ello es una forma de pecado -el pecado de omisión– que impide hacer lo que uno tiene que hacer y no dedicarse a lo que tiene que dedicarse. En definitiva, no vivir de forma progresiva y consciente la vida cristiana. El pecado de omisión es el de unos cristianos «en retirada», que han perdido progresivamente el apoyo de la fe, el gozo de la esperanza y el ardor de la caridad, y el calor solidario de la comunidad. En línea de autocrítica, deberíamos pensar -para que sea un auténtico paso de conversión- no solo en lo que hacemos mal, sino en el bien que dejamos de hacer hasta caer en la indiferencia, en la acedia egoísta o en el pesimismo estéril.
Dice el papa Francisco que «una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo […] Aún con dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2Co 12,9)» (EG 85).