El mensaje de Jesús purifica, renueva la tierra y provoca, por la acción del Espíritu, un cambio profundo del corazón, un bautismo de conversión mucho más completo que el de Juan en el desierto. Él mismo lo dice, y, como profeta, deja de anunciarse a sí mismo para anunciar la novedad de Jesús: «Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más que yo, al que no soy digno ni de desatar la correa de las sandalias: él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). ¿Por qué insiste tanto Jesús en el fuego y en el bautismo? Debemos fijarnos en toda su persona, en el conjunto de su vida y de su mensaje. Igualmente, en nuestra persona, en la vocación y la misión que hoy tenemos que llevar a cabo como cristianos en nuestros ambientes.

A Jesús, le espera un destino complicado, resultado de la reacción violenta de la sociedad de su tiempo. Los profetas habían pasado por la misma experiencia. Jesús precisamente habla de este bautismo: ser sumergido en el agua quiere decir pasar por un cambio total en la orientación de la vida, asumiendo el nuevo sentido que Dios nos propone, y que no siempre coincide con el que nosotros proponemos y queremos. Con todo, conocemos la carga humana de la objeción de Jesús y sus sentimientos más íntimos: «Abba, Padre, tú que todo lo puedes; aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14,36). Con todo, ¡no cae en el desánimo y resiste!

Cuando Jesús dice: «he venido a prender fuego en el mundo» habla directamente del Espíritu Santo, bajo la comparación de fuego que ilumina y purifica el interior del hombre, el fuego que transforma, ilumina y pone en movimiento el mundo que hay a su alrededor. Jesús compara su persona y su misión a un fuego que aclara y nos sitúa en la «verdad», es decir, ante sí mismo, que se ha definido como tal. Situados ante Él, su Espíritu, a nosotros, que formamos el Pueblo de Dios, también nos gustaría que el ardor de la evangelización contagiase todas las realidades humanas y Dios fuese el centro de nuestra existencia personal y de las estructuras de nuestra sociedad.

Como Jesús y sus discípulos en su camino de fidelidad a la misión confiada, la Iglesia se encuentra hoy con fuertes resistencias, y es vista como bandera combatida porque no se adapta ni a las rebajas que le exigen, ni se deja torcer frente a las injusticias, ni ante cualquier intento en contra de la dignidad humana. La paz que la Iglesia propone y lucha por implantar exige la justicia y situarse al lado de los indefensos. Jesús quiere «quemar» el mal que existe y salvar a la persona que todavía es su esclava. Por lo que nos dice la carta a los hebreos: «quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos» (He 12,1). Tenemos motivos más que suficientes para no cansarnos ni perder el ánimo.

Siguiendo a Jesús, podemos hacer que sea Él nuestro alimento en el camino, promover aquella paz que no busca privilegios ni disimula injusticias. Es por eso que es capaz de dar incluso la vida por amor, como Jesús. El bautismo nos ha sumergido en una dinámica de transparencia personal y de transformación social que nadie puede parar. Es esta fuerza que viene del Espíritu de Cristo resucitado la que nos hace contagiar el «fuego» del amor de Dios a todo lo que nos rodea, las personas y la sociedad en la que vivimos.