El encargo nos viene de Jesús. El contexto actual nos reclama la urgencia de hacerlo realidad. La Iglesia se hace constante eco de este encargo porque sabe que forma parte de su misión más específica, ya que si existe es para evangelizar. Básicamente se trata de anunciar a Cristo y su Evangelio a todas aquellas personas que no lo conocen o viven como si no lo conocieran. De ahí viene la urgencia de un replanteamiento de toda nuestra acción evangelizadora, tanto si la contemplamos desde nuestro compromiso individual como si la asumimos como comunidad cristiana. San Pablo VI, al referirse a la evangelización, la ve como un verdadero proceso y la entiende como «renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado» (EN 24). Tanto el Sínodo como nuestro Plan diocesano de Pastoral 2025 se hacen eco de ello constantemente para que lo hagamos realidad.

Llevar a cabo el encargo de Jesús de darlo a conocer no se reduce a una simple enseñanza, sino que nos hallamos implicados en ella mediante nuestro testimonio. Los maestros solo son creíbles si son testigos y si su vida da razón de lo que enseñan. Por eso, quien se decide a evangelizar tiene que aceptar de entrada ser evangelizado y vivir un constante proceso de conversión. Solo desde esta actitud es posible entender que evangelizar es descubrir en el corazón de cada mujer y de cada hombre la acción y el ardor del Espíritu; que es establecer aquellas oportunas mediaciones para que las personas sencillas, y quizá afligidas, puedan encontrarse con Dios; que es ayudar a rehacer la experiencia de Dios de muchas personas alejadas, experiencia que se encuentra intrínsecamente unida al amor a los hermanos y, por tanto, a aquella opción por los pobres y por la justicia, que siempre han sido el distintivo de Jesús.

Cuando nos dejamos iluminar por la Palabra de Dios, vemos que incide en un aspecto clave del mensaje evangélico: la necesidad de corrección. Fijémonos en esta exhortación: «Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?» (He 12,7)). Somos conscientes de la dificultad que supone hacer propia esta actitud, ya que la mayor parte de las veces reaccionamos de forma contraria, y, casi sin darnos cuenta, nos justificamos y nos excusamos. Dios corrige porque ama y, aunque «ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos […], después de pasar por él, nos da como fruto una vida honrada y en paz» (He 12,11).

El anuncio del Evangelio, tanto por parte de quien lo da como de quien lo recibe, provoca una fuerte conmoción en la propia vida. Sabemos que es una llamada que algunas veces es anuncio y otras es denuncia, palabra oportuna e inoportuna, porque «la Palabra de Dios es viva y eficaz. Es más penetrante que una espada de dos filos: llega a distinguir el alma y el espíritu, las articulaciones y junturas; discierne las intenciones y los pensamientos del corazón» (He 4,12). Por ello, no nos deja tranquilos y cada vez que nos llega llama a la conversión y no queda sin fruto. Por eso, en el evangelio, Jesús nos pide ir ligeros, o incluso libres, de equipaje, es decir no cargar con tanto añadido superfluo que nos impide nuestro acceso a Él. Su afirmación contundente: «esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (Lc 13,24) indica que, en la vida, es necesario el esfuerzo y la voluntad de sacrificio para conseguir lo que nos hace bien y nos abre a todo lo que el Señor nos ofrece.