Este es el lema escogido para la V Jornada Mundial de los Abuelos y personas mayores, palabras que expresan la felicidad de los ancianos e indican en la esperanza, como respuesta al Señor, el camino de una ancianidad cristiana y reconciliada. Precisamente el Año Jubilar es una ocasión para reflexionar sobre cómo la presencia de los ancianos puede llegar a ser un signo de esperanza para todas las familias y para la comunidad eclesial. Los abuelos transmiten esperanza a las nuevas generaciones marcadas por la incertidumbre, la precariedad y las divisiones. ¿Quién, mejor que los abuelos, con su rica experiencia de vida y de fe, puede dar testimonio de esperanza? Es este un momento privilegiado para promover visitas y ocasiones de encuentro entre las generaciones, mirar el futuro con renovada confianza, conscientes de la única y preciosa vocación de las personas mayores en la Iglesia y la sociedad.

Estamos ante una llamada a promover la misión insustituible de los abuelos en la transmisión de la fe y en la consolidación de los vínculos familiares en la Iglesia y en la sociedad. La Jornada intenta que nos mentalicemos poniendo a los abuelos en el centro de atención. Tenemos que hacer lo posible para que no se sientan nunca marginados, relegados a un papel secundario, sino situados en el centro de la comunidad eclesial, como la anciana Isabel acogió a su prima María en el momento en que preparaban la venida de Jesús al mundo. Los abuelos están llamados a transmitir la fe, a dar testimonio de esperanza, a construir vínculos de amor, fraternidad y solidaridad.

En el campo de la transmisión de la fe, enseñar a rezar es uno de los elementos fundamentales. Cada uno de nosotros seguramente tiene una experiencia muy personal y singular de su trato con Dios, experiencia de oración. Es bueno que, individualmente, nos hagamos estas preguntas: ¿cómo he vivido esta relación con Él durante mi vida?, ¿cómo la vivo ahora?, ¿soy una persona de oración?, ¿cómo incide mi manera de orar en el ejercicio de mis responsabilidades? Si somos sinceros y humildes, podemos sentir la misma necesidad que tenían los discípulos cuando uno de ellos dijo a Jesús: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseño a sus discípulos».

La oración centra toda nuestra actividad humana y social en Dios, crea unidad entre nuestra fe y nuestra vida. La plegaria que Jesús enseña, el Padrenuestro, es una expresión de total confianza en Dios, su Padre y el nuestro. Es una plegaria que contiene todos los elementos que configuran la vida cristiana. Tanto su carácter personal como social nos induce a descubrir que Dios se encuentra en el centro de nuestra vida personal y que lo profesamos en el corazón de la sociedad, donde hay más necesidad de afecto, de compañía, de relación, de perdón. Su originalidad está en el trato familiar que Jesús quiere que demos al Padre, tal como Él mismo hace; pero al mismo tiempo también radica en el tono de humanidad que toman sus palabras al referirse a la cotidianidad de nuestra vida.

El hecho de enseñar a orar distingue a Jesús y a todas las personas que hacen lo mismo. Todo el que ha aprendido a orar y su vida recibe la fuerza necesaria para el testimonio cristiano, tiene la misión irrenunciable de enseñar a los demás a hacer lo mismo. Eso es fundamental en el campo educativo, catequético, testimonial y, de manera insustituible, en el ámbito de la familia, donde sus miembros de toda edad dan y reciben.