La cruz de Jesús es y será siempre un misterio, y eso no quiere decir que no pueda aclararse su significado ni su sentido, porque para los cristianos es un misterio de fe, de esperanza y, sobre todo, de amor. Somos una Iglesia de personas débiles que no pretendemos someter la fe a discusión. Más bien, somos partidarios de compartir una misma experiencia de Dios que muestre su centralidad en la propia vida, para, desde la pobreza, ser sus testimonios vivos. Sabemos que «en la debilidad, encontramos nuestra fuerza».

Nuestra respuesta, en la fiesta de la Exaltación de la Cruz, quiere contener la calidad cristiana de estas palabras de san Pablo: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado, escándalo para los judíos, y para los demás un absurdo. Pero los que Dios ha llamado, tanto judíos como griegos, ven en él el poder y la sabiduría de Dios, porque en el absurdo de la obra de Dios hay una sabiduría superior a la de los hombres, y en la debilidad de la obra de Dios hay un poder superior al de los hombres» (1Co 1,23-25). El contraste existe y la cruz no es aceptada con facilidad porque constituye para muchos un sin sentido, algo absurdo y escandaloso. El «porqué» de la cruz tiene que ver con los «porqué» del mal, de la desgracia y de la injusticia y las respuestas no son fáciles, depende de «cómo» opta cada uno por integrarla desde la fe o rechazarla. Para entenderla, mirada y corazón han de dejarse «atraer» por Jesús crucificado.

Los pueblos protestan cuando se ven sometidos a soportar una cruz injusta. Pensemos en todas las reacciones en relación a la situación de Gaza en Palestina, de Ucrania y de muchos otros países cuando su deterioro ya es insoportable. Nos seguimos preguntando cómo parar tanta violencia y tantas muertes de personas indefensas e inocentes. La cruz de Jesús es también obra de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de hoy. Es la cruz cargada injustamente a los hombros y obligada a llevar hasta el último momento. Las necesidades artificiales que nos creamos, el aumento del presupuesto para el negocio de armas, todo gasto escandaloso se convierte en cruz pesada cargada sobre el cuerpo débil y herido del que ya no tiene fuerzas para hablar ni para mantenerse en pie.

La Palabra de Dios nos pone ante los ojos la protesta de un pueblo que no se siente protegido ni por sus dirigentes ni por Dios mismo, a quien imputan el origen de sus males. Es la prefiguración de todo lo que desestabiliza su vida y se ve abocado a la desnutrición y a la muerte. ¿Cómo hacerlo para que puedan aparecer hechos que nos ayuden a recuperar la confianza y la esperanza, porque provienen de una opción de amor? Pensemos en la necesidad de una paz desarmada y desarmante…

Pongamos fija la mirada en Jesús crucificado. Este hecho también es el resultado de una crisis, la de una sociedad injusta que persigue al inocente, que margina al que defiende la verdad y da su vida por amor. Jesús de Nazaret vive en su persona el drama de la persecución y el enigma de la muerte, drama y enigma que por ser Dios y hombre adquieren una significación salvífica definitiva para la humanidad. Los cristianos lo entendemos así desde la fe, y así lo anunciamos. Tanto, que su muerte implica la nuestra y le da una nueva orientación: la muerte ya no es la última palabra porque Dios ha intervenido en el hombre Jesús y se ha abierto un nuevo horizonte de vida. Así, ha hecho que sea el paso necesario para llegar a la vida definitiva en Dios y por siempre. La respuesta es la fe en la Resurrección, la de Jesús y la nuestra.