¡Serás como un árbol plantado junto al agua!

Así de poética es la promesa que se encuentra en el primer salmo de la Biblia. Pero también así de necesario es nuestro arraigo cerca del agua que puede saciar la sed de felicidad, de coherencia, de vida plena. Es cierto, somos como árboles: variados, frondosos, bajos o altos, fecundos o aparentemente estériles. ¿De dónde sorben vida las raíces, la parte íntima de nuestra persona que no aparece ni es visible a los ojos, pero que es la parte más esencial?

La Biblia describe la felicidad del que ama y escucha a Dios: «será como un árbol crecido junto a la acequia: da fruto a su tiempo y nunca se marchitan sus hojas; lleva a feliz éxito todas sus empresas» (salmo 1,3).

Lo habían dicho los profetas del AT: «Feliz el hombre que confía en el Señor, que pone en el Señor su confianza. Será como un árbol plantado junto al agua, sus raíces penetran junto a la corriente; no teme el calor del verano, su follaje se mantiene verde; no se angustia en tiempo de sequía, ni deja de dar fruto» (Jeremías 17,7-8).

Lo dice también Jesús: «Por sus frutos los conoceréis […], todo árbol bueno da frutos buenos» (Mateo 7,16-17), y «El que beba del agua que yo le daré, no tendrá jamás sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de la que manará vida eterna» (Juan 4,14).

¿De dónde sorber esta vida que Jesús promete si no es de la Palabra que Dios Padre ha comunicado? No hay que romperse la cabeza pensando cómo hacerlo. Dios nos lo ha puesto fácil haciéndose acontecimiento histórico en la persona de Jesús de Nazaret; de esta manera se ha dado a entender no solo con las palabras sino con el lenguaje de los hechos, todos ellos portadores de buena noticia. ¡Con Él se puede hablar! ¡Y tanto! Y diréis, ¿cómo? Desde el bautismo hay en nosotros un don invisible a los ojos: es el Espíritu Santo del que Jesús dijo: «el Padre lo enviará en mi nombre, os hará recordar todo lo que yo os he dicho, y os lo hará entender» (Juan 14,26). Queremos entender, necesitamos entender.

Quizás Dios, como en tiempos del profeta Amós, nos dice: «Llegan días en que mandaré hambre a la tierra: no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de escuchar mi Palabra» (Amós 8,11). Debemos reconocer, sin embargo, que el hambre y la sed que se padecen tienen su origen en la aridez de un corazón que se ha secado por haber cortado con las raíces, quedando impedido el acceso a la fuente. Corremos demasiado. Hay que decidirse por un ritmo más tranquilo, el que recupera el silencio como valor y la voluntad de escuchar como actitud para el diálogo.

Es impresionante la afirmación del profeta Jeremías cuando, en medio de una profunda crisis personal, es capaz de decir: «Cuando me llegaba tu palabra, yo la devoraba: ella ha sido el gozo y la alegría de mi corazón. Yo llevo tu nombre, Señor, Dios del universo» (Jeremías, 15,16). Aquí hay un gesto de confianza, un corazón que confía. Es un corazón de pobre en el sentido evangélico de la palabra, que confía porque está necesitado de todo, y aún más de lo que es esencial. Todo lo contrario de un rico que solo se fía de sí mismo y desconfía de todo el mundo. Se trata de la desgracia y de la felicidad; una y otra dependen de la confianza puesta solo en sí mismo o en Dios. Esta es la alternativa y la invitación a responder, ya que se nos pide que pongamos la Palabra de Dios en el centro de nuestra vida y hagamos de ella fuente de confianza y de felicidad.

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21/04/2025Sant Anselm de Canterbury, sant Conrad de Parzham, sant Romà Adame.

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