Jesús se identifica siempre con el dolor y nos enseña a ponernos al lado del que lo sufre
Somos conscientes de que en la vida hay preguntas difíciles de responder. Preguntas espontáneas y sinceras que nacen del corazón y, en medio del desconcierto, buscan donde encontrar acogida. La cuestión que plantean se dirige fundamentalmente a Dios: ¿por qué Dios permite el mal y las desgracias? Ante este enigma, los hay que se vuelven implacables y hacen de Dios el responsable de todo, viendo en la desgracia un castigo. Otros, en cambio, observan la experiencia de Jesús, que asume nuestra humanidad en todo, excepto en el pecado, pero también con el sufrimiento y la muerte, y así tratan de descubrir en Dios no la causa del problema, sino su respuesta, la fuente de la solución. Los que reaccionan con fe, contemplando a Jesús en el drama de su pasión, dan así un fecundo testimonio de la incomparable confianza que han puesto en Dios.
En nuestro itinerario cuaresmal, y ante la frecuente dificultad de reaccionar en cristiano cuando nos encontramos con casos de desgracia, Jesús nos pide un gesto de conversión y lo hace con estas palabras que escuchamos de Él mismo en el evangelio: «Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo», refiriéndose a la reacción ante una desgracia. No es fácil reaccionar bien cuando los ánimos están alterados, cuando no se quiere entrar en razón y todos buscan culpables. Un acto de violencia, una catástrofe natural o un accidente siempre alteran la convivencia humana y resulta difícil obtener una respuesta satisfactoria. Vemos en el evangelio que los que acuden a Jesús buscando respuestas no se lo ponen fácil, pero Él intenta ayudarles haciéndoles ver que la desgracia no es ningún castigo de Dios, y que se trata de hacer posible un cambio de actitud, es decir, de querer y saber hacer una lectura creyente de lo que pasa.
Es en este momento que nos corresponde preguntarnos ante cualquier acontecimiento, sea del signo que sea, qué quiere decirnos Dios por su medio. Esta es la actitud del creyente que Cristo nos enseña para discernir cuál debe ser nuestra respuesta llena de fidelidad. Esta actuación, fruto de la conversión a Jesús y reaccionando como Él reacciona, es lo que realmente interesa. Entonces, nos damos cuenta de la necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad, ya que, gracias a estas virtudes, adquirimos otra forma de contemplar la realidad y de enfrentarnos a ella.
Por eso, tenemos que fijarnos en Jesús en el misterio de su pasión, muerte y resurrección, haciendo el esfuerzo de descubrir mediante la oración de qué manera asume la persecución, el desprecio, el sufrimiento hasta la ignominia de la cruz, con el mal físico y moral que supone. Por tanto, la conversión al Señor debe conducirnos a contemplarlo en su manera de situarse ante el mal, de interpretarlo y de vencerlo. Al hacerlo, compromete toda su persona en gestos de cercanía y solidaridad, hasta el punto de identificarse con la angustia más grande que un ser humano puede padecer: sentirse totalmente abandonado; Él mismo llega a decir: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Jesús sabe que Dios está a su lado y su dolor se convierte en plegaria, lo cual solo se explica desde el amor extremo a toda la humanidad. Así, apoya al que padece y nos abre el corazón a la esperanza, fundamento de creer en la resurrección, la vida para siempre. En esta respuesta, se juega nuestro destino y el reconocimiento de la acción de Dios en nuestra vida.