La de Jesús, ¡la única mirada que salva! ¿Y la nuestra? ¿La de cada uno?
Jesús pide abstenerse de todo juicio sobre el otro. La desproporción era tan grande que era impensable poder conciliar el ajuste de cuentas que preveía la ley con la propuesta de perdón ilimitado que provenía de Jesús. Él había dicho: «Si no sois más justos que los maestros de la Ley y los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20). Pide una justicia de mayor calidad, lo cual significa recuperar la centralidad de la voluntad de Dios afirmando la primacía del amor. Todo debe reinterpretarse desde el amor y llevado a su extremo, que incluso llega al amor a los enemigos.
El relato evangélico de la mujer adúltera hace que nos fijemos en Jesús y en su mirada, ya que la mirada de Jesús es una mirada que salva, y en esta ocasión dirigida a una mujer. Cualquier actuación a favor de un marginado significaba una oposición declarada. Por ello y por ponerse a favor de ellos, Jesús es acusado por los jueces de turno, implacables, con las manos cargadas de piedras para descargarlas implacablemente sobre la persona pecadora.
Esta vez es Jesús el que se acerca a la persona acusada de adulterio. Pero es importante que hagamos rodar la escena en torno a la mirada. La de los jueces: saturada de rabia, de rencor y de intolerancia. La de la mujer: bañada de dolor, arrepentimiento y afrenta pública. La de Jesús: llena de cercanía, de afecto, de amor, de ternura y de perdón. El delito es evidente, los testigos presentes con las piedras en las manos y la ley que manda matar. Buena oportunidad para tender una trampa a Jesús y ver si se escabulle: «Y tú, ¿qué dices?». La pregunta es para poder acusarlo. Jesús, que es un hombre libre, pone en el centro de todo a la persona y opta por callar, porque sabe que el silencio puede más que todos los gritos de los acusadores. En este caso, no ve a una pecadora a quien condenar, sino a una mujer a quien amar, perdonar y salvar. Esta es la grandeza de Jesús y ha de ser también la nuestra.
Llega, sin embargo, el momento de hablar y hablar claro, y lo hace con un lenguaje interpelante, no hiriente ni insultante. No se suma al griterío de acusaciones, ni se dirige a ella adhiriéndose al complot condenatorio. Jesús tiene un gesto solemne, se pone en pie y dice, en nombre de Dios, lo que piensa: «El que de vosotros no tenga pecado, que tire la primera piedra» (Jn 8,7). Es la afirmación más contundente que se ha oído contra la pena de muerte. Ha ido directo. Nuevamente el silencio. Los acusadores de aquella mujer han entendido a Jesús, dejan las piedras que matan y, comenzando por los más viejos, se han marchado.
Ahora, con la mirada que salva, llega la palabra dirigida a la mujer, y al final, el gesto del perdón. La caridad comienza por la mirada, por los ojos limpios. Cuando levanta los ojos, la mujer ve a un hombre que la mira de una manera diferente de los demás. La mirada de Jesús es la de un amor totalmente gratuito que revela al Dios Amor. Como en toda relación de amor limpio, la mirada, el gesto, el silencio, la interpelación, hacen cambiar el corazón. Las palabras finales ayudan a reconocer el amor misericordioso de Dios, como en el sacramento del perdón: «Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? Ella respondió: Ninguno, Señor. Jesús le dice: Yo tampoco te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más». ¿A quién salva nuestra mirada? Vendrán momentos en los que tendremos que hacer como Jesús, mirando a los demás con una mirada limpia y acogedora, que ayudará a recuperarlos y les hará felices, porque habrán descubierto que alguien los ama. Habremos sido sacramento del amor de Dios. Una nueva oportunidad que puede hacer nacer de nuevo la esperanza.