No solo el abandono de los suyos, ¡sino también el abandono de Dios!

La ambientación de la semana santa comienza con la lectura de la Pasión, donde escuchamos la pregunta más dramática de la historia vivida por Jesús en el momento de su agonía clavado en la cruz. «Elí, Elí, lemá sabactaní? que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 45-46). Jesús está experimentando con dolor el abandono de los suyos y también el abandono de Dios. Son sus palabras dichas en su lengua, el arameo, aprendidas en la infancia y ahora dichas en el extremo de la confianza, aunque sea para pronunciar el grito más amargo de la vida y en la sensación del abandono del último momento. Palabras amargas que son una plegaria llena de humanidad y soledad, signo de una encarnación llevada al extremo.

En su trasfondo está, no obstante, el «¿por qué?» aparentemente incapaz de ser resuelto, para el que los hombres y las mujeres de todos los tiempos han buscado una respuesta. Pregunta llena de misterio que cada cual sabe cuándo y cómo se presenta, ya que nos remite al problema del mal, del que no encontramos explicación inmediata, como el mal físico y moral, como el mal provocado y el mal padecido, como el mal compartido y el mal cósmico. El problema del mal tiene que ver con la injusticia de la cruz de Jesús, ante la que también decimos «¿por qué?». Me arranca el corazón contemplar el mal de los inocentes, de los que hoy padecen la persecución y el asesinato, de los que hoy son víctimas de la guerra, de la violencia y la exclusión, de los damnificados por fenómenos naturales, y de tantas personas a las que el viacrucis de cada día les es una perenne incomodidad por culpa de los que de forma injusta cargan la cruz a los hombros de los demás. Solo Jesús, llevándola Él, nos ayuda a aceptarla y a llevarla nosotros. Solo Él es la respuesta porque la vence resucitando.   

De los enfermos y de los que más padecen he descubierto y aprendido la vivencia de una fuerza extraordinaria. Nunca he oído un grito amargo de abandono ni detectado un gesto de rebelión. En ellos he visto al Cristo crucificado que ama y me dice: «¡todo esto, por ti!». Es la revelación de la auténtica pobreza de las bienaventuranzas en personas sencillas, padres y madres de familia y jóvenes que, en el momento de la muerte, se han manifestado como la máxima expresión del amor de Dios con una sabiduría como la de Jesús en la cruz que lo confía todo al amor del Padre. 

Cuando, muy joven, comenté a nuestro obispo Miquel Moncadas la pregunta que más me preocupaba: ¿por qué existe el mal? y, ¿cuál es la solución?, me miró sonriendo y me dijo: «yo tampoco lo sé, el origen es misterioso y no tiene solución, pero mira y fíjate en Jesús clavado en la cruz: ¿crees que esto tiene explicación? ¡Solo sé que Él ha resucitado y está vivo!». Siempre lo he retenido en el corazón, como un tesoro que guardo en mi vida. Este obispo, me dije, ¡cree en Dios! Por eso, la contemplación de Jesús clavado en la cruz me hace ver que la respuesta radical al mal es el amor. 

Este es el Dios cristiano, el Dios que sufre porque ama y el Dios que ama porque sufre y se une al dolor de la humanidad y lo transforma. La muerte de Jesús y el sufrimiento solidario que contiene, vividos desde la experiencia extrema del abandono del Padre, hacen que toda muerte y todo sufrimiento humanos reciban un sentido nuevo porque son una muerte y un sufrimiento vividos en el amor. Así lo había expresado Jesús a sus discípulos en la intimidad de la última cena: «Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). 

Sants del dia

07/05/2024Santa Domitil·la, sant Flavi, sant Agustí Roscelli.

Campanyes